Tic Toc, el tiempo también viaja en bus



Diariamente, John Edwin Monrroy pasa quince horas en la autopista norte con 187. La contaminación, ruido, tráfico, gritos y “madrazos” hacen parte de su trabajo: controlar el tiempo entre bus y bus de una misma ruta.

John Edwin, de apariencia seria, delgado y con bigote cuida un pequeño cuaderno como si fuera la propia Biblia, allí escribe un sin fin de números en plumón azul que ningún otro puede entender y los cuales le referencia la nueva instrucción que debe dar.

“¡Aguante un minuto!”, “¡déle más rápido!”, “¡está quedado!”, “¡puye la burra!” son frases pronunciadas por él cada 8 o 10 minutos, las cuales se mezclan con el bullicio del paradero, el freno de los buses, los motores y por su puesto del tráfico de la autopista.

Cuando llega a trabajar, su amigo Juan, vendedor ambulante y compañero de paradero lo recibe con una gran sonrisa, un “¿tonces qué?” y un jugo de naranja, siendo apenas las seis y cuarto de la mañana.

Desde entonces, por su mente y lado pasan 4 rutas de la empresa Cóndor Limitada, dos de la carrera 30, una de la avenida Boyacá y otra de la avenida 68, las cuales debe hacer parar con el fin de que sus compañeros, los conductores, no se peleen por los pasajeros.

El día se hacía cada vez más claro, el sol salía lentamente y nos íbamos calentando, la monotonía de su trabajo me aburría y me preguntaba como resistía si siendo ya la una de la tarde no había probado bocado alguno.

En el inquietante sube y baja de aquellos buses, de repente como si hubiera hecho caso a un llamado, su mirada se desplaza a la derecha. Se fija intensamente en las empanadas, las pequeñas lunas naranjas y grasosas que vende Natalia y las mismas que se terminan convirtiendo en su almuerzo, onces y medias nueves.

A las 5:30, cuando volví de clases, me percaté que John Edwin estaba en el mismo sitio donde lo había dejado, junto a un carrito de pinchos, arepas y mecato. Lo único que cambiaba de ese ambiente ensordecedor era la luz, ésta era casi nula y los cuadros de la camisa de Edwin se desvanecían en las sombras.

Qué difícil o fácil es ganarse la vida. Son ciento cincuenta mil pesos reunidos entre quinientos y quinientos que le da, de propina, cada conductor.

Permanecer de pie, no poder sentarse tranquilo a comer, respirar aire contaminado, arriesgarse a tener un accidente son los desafíos que afronta aquel hombre que lo único que pretende es evitar la estúpida guerra entre buses que se viene presenciando en la cuidad, desde hace muchos años.