¿Un paso a la oscuridad?

Estar frente a la muerte no es el deseo de nadie, pero hay quienes que por una u otra forma, necesitan hacerlo para poder comer o mantener a sus familias.

Sentir nuestra propia muerte es más cómodo que ver la ajena, y cada uno de los difuntos que pasan por una sala de cremación tiene una historia que contar y una vida que deja atrás.

Alrededor de la muerte existen varios mitos: hay quienes creen que al tomar el servicio de cremación sus familiares son desvestidos o que las cenizas que recogen no son las correspondientes. Todo esto, además de ser mentira no es ni el 5% de lo que se puede descubrir sobre la muerte y la cultura que tenemos los colombianos para despedir a alguien que murió.

Detrás de un cementerio y una sala de cremación, como la del Norte (Av. Ciudad de Quito No.68-10), hay un proceso largo y donde los principales protagonistas no son los muertos, sino los operarios: esos que nadie conoce pero que día tras día cargan y descargan cadáveres para luego dejarlos en el horno.

Un horno a temperatura muy alta: 800 grados centígrados, formando ese calor infernal que se esparce en toda la sala, haciendo que poco a poco se agote el aire para respirar.

Muchos afirman que los trabajadores se vuelven insensibles al paso del tiempo, pero José, funcionario del cementerio desde hace diez años, comenta que no es así “Yo he visto pasar muchísimos muertos, pero en realidad me rompe el alma ver a los niños, porque me pongo a imaginar lo que pueden sufrir sus familias al saber que su hijo de seis años está muerto, imagínese después de seis años de disfrutar su compañía”.

Así como Don José son cuatro funcionarios más que trabajan diariamente desde las 8 de la mañana en aquel lugar, su función va más allá de quemar los muertos, saben de la importancia y comparten el dolor de sus familiares, nunca se apartan de la realidad: cuidando de ellos como la joya más preciada.

Todo este recorrido hacia la cremación comienza con un papeleo muy sistematizado, el pequeño volante con el nombre del difunto pasea toda la sala: está cuando las puertas del dolor se cierran y los familiares dejan de ver el ataúd que entra por la capilla, cuando el cadáver es montado a la plataforma y traspasa las puertas de la eternidad, cuando los restos calcinados reposan en unas rejillas frías para luego ser triturados en el cremulador y finalmente, quedan dentro de esa bolsa llena de polvo que luego de un tiempo es olvidada en uno de los osarios del cementerio o algunos refugios naturales.

“Lo más gratificante del trabajo es aprender a valorar la vida” dice José, pero nos preguntamos cuál vida para alguien que esta rodeado de la muerte ajena a cada instante, sus angustias son cada dos horas tener que montar un cadáver más y tratar de mirarlo como una rutina, dejar puesta la barrera que para él es imposible de no romper, porque su cualidad humana va más allá de la avaricia o la indiferencia. 

El proceso no comienza ni termina allí, no sé si es netamente de los colombianos convertirnos en seres masoquistas y creer en la muerte como una desgracia, no se han preguntado ¿de qué sirven unas flores en una lápida si al salir de aquel frío lugar no vamos a recordar a quien amamos?, visitar una lápida para sufrir no es lo más indicado: lo más bello es sentirse junto a esa persona que quisimos tanto siempre y albergarla en nuestro corazón para siempre sin tener que sufrir inecesariamente. 

Así que al ser cremados no pasamos las puertas de ese túnel oscuro, sino uno lleno de llamas que nos espera para hacer de nuestra existencia material no más que polvo.

Entonces, ¿qué pasa con la existencia espiritual? Seguro debe quedar en otro lugar, posiblemente en nuestros corazones. 

Este es otro mito que no lograremos esclarecer hasta no ser los protagonistas y que siempre me será imposible fotografiar y solo tú podrás solucionar.