Hace poco, e impulsada por la recomendación de una amiga, me hice parte de una comunidad donde prima la libertad, entendida desde su orígen: Couchsurfing.
Son miles de aventuras por contar
las que traen cada uno de los miembros; diferencias culturales las que
se discuten al conocer a alguien, de otro país o ciudad; y maravillas
geográficas las que se nos antoja luego de ver las fotografías que nos compartimos.
Sin duda, en mi experiencia, más
que un intercambio de idiomas, no me deja de sorprender la relación tan
estrecha que tenemos con lo que nos rodea aquí u otro continente, lo
exquisito que es aprender de cada guest o host y que las distancias
abismales solo existen en nuestra cabeza.
Viajar se ha convertido en el común
denominador de las personas y no de algunos privilegiados. Ofrecer lo
que está a nuestro alcance y crecer al interior, tolerarnos sin importar
los choques culturales, aprender a ver y vivir como el otro y sobre
todo, unirnos por completo está cada vez más cerca de lo que creemos.
Es por ello que no pierdo la
esperanza de que los rencores, odios y ganas de matarnos entre nosotros
cese pronto, porque iniciativas como estas nos hacen evolucionar y ver
que las diferencias culturales, de puntos de vista o de comer y vestir,
nutren a cada uno de nosotros: -comprendiendo que no existen verdades
absolutas, que no estamos solos y uniéndonos es que nos complementamos.
Viajar es como volar y Couchsurfing
es esa estampida de pájaros libres, unidos que sincronizados migran por
todo el mundo: su hogar.